Despertaba entre rugidos, embravecida por un pitido aturdidor: un silbato prolongado que tres veces bajaba y subía su tono cuando estaba casi a punto de expirar. Su pulso a borbotones llenaba y vaciaba con trabajadores el amplio boulevard que conectaba derechito a su vientre, que era su corazón ¿porqué negarlo? Un voraz corazón que nos comía a todos. Yo iba hacia la escuela por el mismo boulevard: el paisaje era suyo y yo y mi familia, igual que otras, le pertenecíamos.
Mi casa estaba a tres cuadras en esa calle tubo alimentador aparato excretor de la bestia. Sí: como a Chaplin y su infernal línea de montaje de "Tiempos Modernos", la fábrica tragaba y escupía nuestras vidas con la misma naturalidad con que día y noche sus obreros la fertilizaban. Muchos salían de su vientre con alguna de sus criaturas cual prenda de triunfo: motos y más motos llenaban entonces de rum rum y de colores todo el boulevard.
Para mi padre, que trabajó allí desde su fundación hasta que cerró, Siambretta amortiguó un acontecimiento brutal en su vida: la inmigración. Para mí fué una matriz simbólica.
Jugué con los hijos de los negros entre sus patas blindadas con virutas y óxido, corrí bajo sus costillas de acero mientras admiraba en sus mecanismos interiores la inteligencia poderosa. La adoraba porque su existencia, de muchas maneras, era la nuestra. Luego, fué de las primeras en ser vaciada por la dictadura militar.
Ahora yace en un paisaje ceniciento de fábricas abandonadas, junto a su antigua potencia y sus cantos de sirena, su transpiración carbónica y esa metálica soberbia de pulso despótico. Su lomo aserruchado como un desgarro en la frontera del suburbio domina la memoria y los bordes del Riachuelo.
Pero Siambretta no es un cadáver. Ella encarna esa encrucijada donde había de cambiar en mejor suerte para cada uno de sus trabajadores su destino de clase y cultura. Mi vida misma está montada sobre esa brava motoneta de cielos utópicos, de tiempos felices con el ir y venir de obreros con enormes sonrisas y motitos lustrosas, los mamelucos inflados por el aire en la velocidad... y porque se sentían orgullosos.
Jorie Graham / Una pluma para Voltaire
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